Debajo de la manta todo es más
fácil, es como una especie de mundo que creas y al que te acoges para no tener
que contemplar el verdadero. Debajo de la manta todo es más fácil, la única
oscuridad es la que envuelve tu cuerpo. Es como un caparazón que te protege de
los pies a la cabeza, como una armadura infranqueable que los problemas no
logran penetrar.
«Ojalá todo fuera
siempre tan fácil como lo es debajo de la manta» piensa mientras exhala
la bocanada de aire que acaba de inhalar.
Abrumada por todos sus
pensamientos, exaltada por todas las desgracias que le han ocurrido, pero
emocionada por la fortuna que le espera, hace lo único que se le podría ocurrir
en un momento como éste: junta sus labios en forma de flor y trata de emitir un
sonido similar al de un silbido. Del orificio de su boca sale un aire
chirriante y agudo, parecido al que produce el viento cuando se cuela dentro de
casa a través de una finísima ranura que deja la ventana al no estar
completamente cerrada. Cierra los ojos y nota cómo su corazón va recuperando su
ritmo habitual, calmado por una melodía en la que las notas son lo de menos.
—¿Te quieres callar de una vez? —La estruendosa y enfurecida voz de Aedes
retumba entre las cuatro finas paredes—. Algunos
mañana nos tenemos que levantar pronto para trabajar —señala en tono despectivo.
A ella ya no le molestan ese
tipo de frases, está acostumbrada. Aunque le gustaría recordarle que ella
también tiene que levantarse pronto para ir a la escuela, y por la tarde
estudiar y ayudarles con el trabajo, así que, en comparación, su día estaría
mucho más ocupado.
Pero Aedes no lo ve de esa forma, y tratar de
convencerle de lo contrario es perder un valioso tiempo que puede emplear en
intentar dormirse. O en silbar. ¿Por qué no intentar silbar de nuevo? Pero esta
vez más bajo, para que ni siquiera él, tan cercano, y con un agudizado sentido
del oído, pueda percatarse. Apenas ha empezado a llenar su cueva particular de
aire suave cuando una voz le vuelve a interrumpir.
—Iris —dice Salix metiendo la cabeza debajo de las sabanas—.
Será mejor que no sigas haciendo eso —susurra en tono gentil—. O Aedes se va a enfadar aún más.
—Perdón. Es que, es que...
Es que la calma, aplaca los
nervios que deambulan de un lado a otro por todo su cuerpo, recordándole lo que
la lógica siempre le transmitió: que el triunfo está al alcance de sus manos.
Pero no lo puede reconocer, sonaría extraño. Y cuando explicara la razón por la
que silbar le tranquiliza nadie lo entendería. Ni siquiera su hermano.
—Ya, lo sé. Mañana te dan las notas y no puedes dormir. Pero
lo harás bien —afirma acariciándole la cabeza.
Aunque tienen la misma edad, él siempre se ha
sentido el hermano mayor, el responsable de su cuidado y bienestar. Y ahora
más, ya que desde hace casi un mes, es el único que realmente se preocupa por
ella.
—Eres muy lista, eres la única de la familia que ha conseguido
llegar tan lejos y estoy seguro de que mañana te dirán que has sacado en todo
sobresalientes y por fin podrás...
Salix se ve obligado a dejar la
frase a medias y sacar la cabeza a la superficie gracias a una tos ronca y
persistente que casi parece que le vaya a provocar una asfixia. Tan sólo se
detiene para coger el aire necesario para seguir respirando.
—Lo que me faltaba ¡Y ahora el otro se pone a toser! —exclama Aedes con exasperación—. ¿Recuerdas lo que te dije el otro día?
Pues hoy igual, como no pares de toser en cinco minutos te largas fuera a
dormir.
—Pero no es culpa suya —alega Iris con un hilo de voz, asomando la cabeza.
Pero, a menos que hables en susurros,
hasta el tono más bajo se puede escuchar cuando entre dos camas hay poco más de
un metro de separación.
—Ah, y es culpa mía, ¿no? —pregunta él, sarcásticamente—. Ahora resulta que es culpa mía que el crío tenga tos.
Se produce el silencio
sepulcral en el que ambos albergan la esperanza de que Aedes haya terminado con
su incesante monologo.
—No, en serio,
por favor dime si yo soy el responsable de que tosa —insiste, con un tono acusatorio disfrazado de sarcasmo—.
¿Eh? ¿Soy yo? ¿Eh? —cuando se trata de recriminar algo, Aedes tiene la
pesadez de una montaña.
—No —responde ella con irritación.
—Pues entonces, digo yo que si no tengo la culpa tampoco voy a
pasarme la noche en vela por su tos —explica, malhumoradamente, como
si su conclusión fuera irrefutable.
Iris suelta un bufido que
contiene todo el odio que no se le permite expresar con palabras.
—Tranquila —susurra Sálix—.Ya se me ha
pasado.
Pero esa tos provoca que
resurjan en ella recuerdos amargos, con sus correspondientes sentimientos. Las
imágenes y pensamientos giran como un furioso torbellino que debe compartir
para que no le hiera tanto.
—Mañana es doce —comenta Iris, como si con tres palabras su hermano
pudiera entenderlo todo.
Y de hecho, lo entiende. Su
resoplido lo confirma.
—Lo sé. Se cumplirá un mes.
—La echo de menos. Mucho.
—Y yo...
Una tos rebelde vuelve a azotar
el pecho de Salix.
—Voy a salir —informa él, incorporándose en la cama.
A cada centímetro que su
espalda se separa del cochón, éste pronuncia un desagradable y agudo crujido.
Aedes emite un gruñido que
indica que su paciencia se está agotando
—No irás a pasar otra noche fuera, ¿verdad? —murmura ella,
atemorizada de que las amenazas de Aedes hayan surtido efecto y su mellizo vaya
a quedarse a merced de la poco amable intemperie.
—No. Enseguida vuelvo —anuncia mientras se pone lo que, en medio de toda la
oscuridad puede intuir que son sus zapatos.
En un hogar tan pequeño no
cuesta encontrar cualquier cosa, porque todo está tan concentrado en tan
escasos metros que nada queda nunca demasiado alejado. Así que, incluso a
tientas, no le resulta difícil encontrar el perchero de madera del que cuelgan
cuatro abrigos. Cuatro abrigos para tres personas. Miles de agujas pequeñas se
clavan en los corazones de ambos hermanos cuando contemplan la chaqueta de su
madre, y penetran hasta el más oscuro fondo cuando la escogen por error, o
cuando están tan cerca que el olor que ella dejó impregnado vuela hasta sus
fosas nasales.
Iris no se esfuerza en tratar
de discernir a su hermano, sin ni un gramo de luz es imposible, y las lámparas
no se encienden a estas horas. Sin embargo, cuando escucha un tintineo
metálico, reconoce el sonido que provoca el choque de unas llaves con otras, y
cuando identifica el irritante chirrido de una puerta desgastada al abrirse,
sabe que Salix ha migrado de una oscuridad a otra antes de que la puerta se
cierre tímidamente.
Ella se vuelve a echar la raída
y áspera manta a la cabeza para protegerse del mundo, no sólo porque sea poco
agradable, sino porque también es frío. No es una noche especialmente gélida,
pero necesita cubrirse las orejas para evitar que se le hielen. Siempre se le
congelan las orejas. Si no le permitieran oír, las odiaría.
En la lejanía, una tos sufrida
y angustiosa va disminuyendo de volumen, y sabe que Salix se está apartando de
la casa para que no puedan escucharlo. Iris sube las rodillas hasta la altura
de su pecho y se agarra a sus piernas como si fueran un ser querido al que no
desea soltar. Trata de no pensar en su hermano, o en cómo el frío nocturno estará empeorando sus pulmones ahora mismo.
Sin embargo, su mente se encuentra constantemente asaltada por dolorosos
recuerdos que impiden que sus párpados caigan de sueño.
No lo soporta más, así que
decide levantarse sigilosamente y despacio, procurando que el descargar el peso
de su cuerpo no provoque ni el más mínimo ruido. Cuando un leve crujido rompe
con la armonía del lugar, aprieta con fuerza los dientes y los ojos, como si
así se pudiera librar del grito que le espera.
Pero no, Aedes no dice nada.
Abre un ojo, dubitativa, y luego el otro, ya más aliviada. No hay una notoria
diferencia entre la oscuridad que se te aparece al cerrar los párpados y la que
tienes delante de tus narices cuando la luz no hace acto de presencia.
Opta por no coger los zapatos,
está convencida de que se encuentran por algún lugar debajo de la cama, pero ha
corrido demasiados riesgos por el momento y no quiere tentar a la suerte, Aedes
nunca le ha mandado a fuera a dormir, y no tiene ninguna intención de que ésta
se convierta en la primera vez.
Eso sí, se asegura de coger su abrigo, sabe
que es suyo, el de Salix lo lleva él mismo, el de Aedes es mucho más grande y
el de su madre lo colocó de cara a la pared para no volver a confundirse nunca
más. Se echa la prenda de paño a los hombros, a modo de capa, y acaricia las
mangas para que el roce de la textura áspera y llena de motas le otorgue
calidez a las yemas de sus dedos. Anda de puntillas, teniendo sumo cuidado en
cada paso que da, esperando con toda su alma no tropezarse con nada de camino a
la puerta.
Su corazón deja de latir en el
instante en el que el aire se llena del chirrido que provoca la manivela al
bajarla, pero recobra vida cuando sus pies se posan sobre el gélido y liso
cemento que rodea su hogar y cierra la puerta tras de sí.
El frío nocturno se derrama
sobre su cuerpo como un jarrón de agua helada y, de nuevo, las que peor lo
pasan son sus orejas. Tan rápido como le es posible se cubre con la capucha
para calmar esos dos cubitos de hielo que lleva pegados a ambos lados de la
cara. Todavía se puede observar su cabello rubio platino, casi blanquecino,
pegado a su cuello, fluyendo hasta su pecho.
El cielo es una gran mancha de
tinta negra sin ningún diamante que la adorne, sólo la sonrisa de oro blanco
que forma la luna cuelga de él. Más abajo, las únicas luces que se pueden ver
son los pequeños puntos brillantes que surgen de las robustas casas que se
erigen a los lejos, además de las que emiten los altos edificios que crecen
detrás de éstas, que parecen luciérnagas estáticas.
Pero la oscuridad que envuelve
a Iris también abarca una amplia zona, y se extiende por varios cientos de
metros a la redonda. Mira hacia ambos lados, mas si su hermano se encuentra
cerca, no consigue distinguirlo. De repente, un sonido brota de la nada: la tos
de su hermano. Se deja guiar por su oído y sigue adelante, en unos cortos pasos
ya se haya en la parte trasera de la casa situada delante de la suya. La rodea
hasta llegar a la entrada, pero entonces el sonido se apaga. No importa: puede
ver la sombría y larga silueta de Salix.
—¿Te encuentras mejor? —pregunta ella cuando está lo bastante cerca, lo cual
provoca que su hermano de un respingo al oír su voz.
—¡Iris! ¿Qué haces aquí? Te he dicho que volvía en un rato.
Ponte bien el abrigo, que te vas a resfriar —le regaña, con el tono firme pero amable con el que lo
haría un padre.
—Como tú —replica ella con la dulce vocecilla que le
caracteriza. Sin embargo, le obedece e introduce las manos en ambas mangas.
—Sí... como yo. —reconoce, adoptando una
expresión mucho más seria y agacha la cabeza al suelo—. ¿Has venido
descalza? —dice mirando sus pies desnudos—. ¿En qué estabas pensando? Puedes pisar cristales
rotos.
—No pasa nada. No es la primera vez que salgo descalza por la
noche —se defiende
Iris, aunque enseguida cae en la cuenta de que no debería de haber dicho eso,
ahora él querrá saber más.
—¿Tú? ¿Para qué? —pregunta él, sorprendido ante tal revelación.
Ella sacude la cabeza.
—Para nada. Es... Es una tontería —repone,
agachando la cabeza hasta ver sus pequeños y claros pies rodeados del cemento
gris oscuro, que parece negro gracias a la falta de luz.
—Para mí no lo será.
—Es que...
Iris duda, nunca le ha contado
aquello a nadie, ni siquiera a su madre, tenía miedo de decírselo a cualquiera.
Ellos siempre han sabido su deseo, pero quizás podrían considerar su secreto no
como un sueño, sino como una locura o estupidez. Pero, a estas alturas, ¿qué
más da? Ha superado obstáculos de los que nadie la creía capaz, y sólo le queda
un año para alcanzar lo que tanto anhela.
—Es que a veces salgo por la noche y trepo hasta el tejado de
casa, o me quedo por la acera, para mirar las casas de los Alfa —reconoce ella, al fin.
Iris levanta la vista al cielo
para contemplar los miles de puntos de luz artificial.
—Y me imagino que yo soy uno de ellos, y que vivo allí —conforme va hablando, su voz se llena de emoción y brío—, que tengo una habitación para mí sola, que hay un cuarto sólo
para la tele, y otro para cocinar.
—¿Y qué pasaría con nosotros? Porque Aedes y yo seguiríamos
siendo Betas.
Iris mira a su hermano, que
ahora es quien observa las casas y los edificios lejanos.
—Os llevaría conmigo, por supuesto —asegura, volviendo a mirar al brillante horizonte—. Diría que sois mis criados pero en realidad nos repartiríamos
las tareas y viviríais en mi casa.
—Me parece que eso no está permitido.
—Si el Alfa es de la familia sí que te dejan...
Iris reflexiona un momento,
porque la verdad es que no está muy convencida de lo que acaba de decir
—Creo —termina ella, sin mucho convencimiento.
—¿Y cómo lo sabes? En esta ciudad sólo hay un Beta que haya
pasado a ser Alfa.
Salix se refiere al señor
Novus, el único “convertido” —como se llaman coloquialmente— que queda en pie en toda la ciudad de Magunda, en la
que ellos residen, y la única que han conocido en su vida.
Nunca había llamado la atención
el hecho de que un tiempo atrás hubiera sido Beta, pero poco a poco lo Alfas
transformados de mayor edad fueron falleciendo, mientras que ninguno de los
nuevos Betas lograba la conversión, por lo que cada vez quedaban menos y su
raza resultaba progresivamente más rara, y con ello, más llamativa.
Se rumorea que, hace unos años,
la mayoría de convertidos se prestaban a que la prensa les entrevistara, e
incluso alguno que otro ayudaba y aconsejaba a algún joven Beta que aspirase a
transformarse en Alfa, pero el señor Novus siempre se negó. Hace dos décadas
obtuvo la jubilación en el juzgado municipal en el que trabajaba como juez de
tribunal, se encerró en su mansión en el número cuarenta y seis del barrio número nueve y nadie lo volvió a ver.
Por aquel entonces, tan sólo
quedaban dos convertidos. Sin embargo, cuando el otro murió dos años después,
decenas de periodistas y de Betas jóvenes se agolparon en las puertas de su casa
con la intención de interrogarle o pedirle ayuda, pero ninguno obtuvo lo que
deseaba. Se sabe que está vivo por las luces de su casa y porque sus criados
entran y salen constantemente de ella para hacer los recados necesarios. Se les
ha preguntado varias veces por qué su jefe lleva enclaustrado tanto tiempo,
pero ellos sólo contestan que no pueden decir nada de lo que sucede en esa
mansión o a su dueño.
—Pues el año que viene habrá dos convertidos —responde ella con seguridad.
Lo de Iris podría fácilmente
confundirse con soberbia, aunque los pocos que la conocen bien saben que no es
nada arrogante, sino que tiene plena esperanza en que todo mejorará. Y, si eres
un beta, la mejoría pasa necesariamente por la conversión. No hay otro camino.
La certeza de que conseguirá
ser Alfa no es infundada, ha aprobado todos los cursos anteriores del instituto
y sólo le queda uno para entrar a la universidad, lo cual le brindará por fin
la oportunidad de su tan ansiada transformación. Pasar de curso siendo Beta no
es fácil, debes conseguir como mínimo un nueve sobre diez en todas las
asignaturas para considerar que estás aprobado, lo cual al principio no es muy
complicado, pero la dificultad se va incrementando y cada curso es más
enrevesado que el anterior. Esa es la razón por la que hay tanto absentismo y
abandono escolar, y por eso Sálix dejó los estudios hace dos años.
—¿Nunca has contemplado la posibilidad de que no consigas ...?
—¡No lo digas! —le interrumpe Iris
abruptamente.
Sus grandes y negros ojos se
abren ampliamente y parecen dos bolas de ping pong oscuras.
No puede soportar pensar
siquiera en ese escenario hipotético, cualquier mención sobre la probabilidad
de no alcanzar su meta le hace estremecerse y se convierte en un gran jarro de
agua volcando sobre la esperanza que arde en su interior, hasta reducirla a las
cenizas de lo que solía ser su sueño.
—No lo digas —repite ella.
Se da cuenta que mantiene los
ojos abiertos con tanta fuerza y rabia, que el izquierdo se entorna
involuntariamente y comienza a temblar, así que los devuelve a su estado
habitual para cesar ese tic.
—Lo siento. Es que no quiero que te hagas muchas ilusiones por
si luego te llevas una decepción —se excusa él.
Ella sabe por qué lo dice,
sucedió lo mismo cuando su madre enfermó. Iris constantemente les aseguraba a
ambos que todo saldría bien, que se iba a curar. Incluso cuando por fin pudo ir
al médico y éste le comunicó que necesitaba una operación para seguir con vida,
ella seguía convencida de que se arreglaría, de que los Luctor, sus jefes, se
la pagarían. Pero no fue así.
El día en el que se enteró que
su madre no sobreviviría porque ellos se negaban siquiera a prestar una parte
de su inmensa fortuna para salvar la vida de una empleada, una parte de ella
murió para siempre. Ese mismo día fue cuando realmente se dio cuenta de lo que
sentía por sus jefes: odio, asco, repugnancia e indignación. Poco después, esos
sentimientos se propagaron, por extensión, al resto de Alfas, y al sistema por
el que se regía el país entero.
Siempre había anhelado llegar a
ser uno de ellos, pero entonces se percató de que, aunque vistieran prendas
lujosas y presentaran un aspecto impecable y elegante, su corazón podía estar
tan podrido y lleno de miseria como el de cualquiera.
Se podría decir que fue
entonces cuando realmente empezó a plantearse el por qué dividir la sociedad en
dos mitades, por qué a los que estaban en la cima les resultaba tan fácil
permanecer arriba mientras que a los del fondo les era casi imposible subir. Ya
no quería ser un Alfa, no, pero se negaba a continuar sirviéndoles. No deseaba
ser cazador, pero tampoco presa, tan sólo ansiaba pasear tranquilamente por el
bosque. «Ojalá existiera una tercera opción» había pensado,
enfada e impotente, más de mil veces.
Pero no la había y no la habrá,
así que la única alternativa que le queda es convertirse en uno de ellos sin
ser como ellos. Ella no acabará de esa forma, sabe lo que es pertenecer al
bando desfavorecido, y, tan pronto como se transforme en un Alfa, ayudará a los
Betas que lo necesiten y les prestará su apoyo, tanto moral como económico.
—Escúchame —pide sosteniendo la parte
inferior del brazo de Salix—. Esto se va a acabar. Y estoy
segura de ello. Porque esta vez no depende de otras personas, sino de mí.
Piensa en nuestra vida dentro de unos años. Estaremos viviendo en alguna de
esas casas —dice señalando a las motas de
luz que se extienden hasta más allá del horizonte—. Recordaremos
esta conversación y nos reiremos por haber temido alguna vez que no se pudiera
cumplir todo aquello —asegura, al tiempo que un
sonrisa se forma en sus finos y rosados labios—.Te prometo
que el año que viene nuestra vida será muy distinta.
Salix se pasa una mano por la
frente al tiempo que suelta un bufido. Su cabello es tan negro que se funde con
la oscuridad de la noche.
—¿Qué pasa? ¿Es que no me crees? —pregunta Iris disgustada.
—No es eso —un resoplido más cansado sale
de su boca y mira a su hermana melliza. —Es que no quiero que toda esa
responsabilidad recaiga sobre ti. No quiero que sientas que eres tú la que nos
tiene que sacar de la pobreza, y que si no lo consigues la culpa de que nos
quedemos así será tuya. Yo, por ejemplo —añade, apuntándose el pecho con
los cinco dedos—, también podría haber hecho
algo.
—Ya has hecho más que de sobra —contesta
Iris, mirándole a los brillantes y vibrantes ojos azules.
Y es cierto, ha hecho mucho.
Cuando eran más pequeños las calificaciones de ambos iban a la par, pero hace
casi dos años, cuando estaban en cuarto curso del instituto, cumplieron quince,
lo que para los jóvenes Beta significaba que ya estaban autorizados a realizar
el trabajo que les correspondería cuando fueran mayores a menos que llegasen a
convertirse en Alfas. En su caso, ser criados de una familia Alfa, al igual que
lo eran sus padres, y al igual que lo habían sido sus abuelos y toda su familia
en línea ascendente.
Técnicamente, no están
obligados a trabajar si continúan estudiando, pero a esa edad surge un
inconveniente, un inconveniente que lleva persiguiendo y atormentado a su raza
desde que se creó: la necesidad de obtener más dinero para vivir.
Cuando una pareja Beta tiene un
hijo, sus jefes están obligados a mantenerle, es decir, que aunque no realicen
ningún trabajo deben proporcionarles la alimentación básica para vivir y un
techo en el que refugiarse (obviamente, la casa de sus padres). La mayoría de
edad está fijada en los quince años, de modo que cuando los cumplen se
consideran adultos y, como tales, deben pagar la comida y la casa con el sudor
de su frente. En otras palabras, deben trabajar o serán expulsados de su hogar.
Acarrear un nuevo empleo se
traducía en menos horas para estudiar, y, aunque no debían trabajar tanto como
sus padres por ser los primeros años, siempre les faltaba día. Enseguida Salix
se dio cuenta de que les sería imposible conseguir el tiempo necesario para
cumplir con el servicio a los y memorizar los libros de todas las asignaturas
del colegio, al menos no lo bastante bien como para sacar las notas que
requerían para pasar de curso.
Iris intentó con todas sus fuerzas compaginar
ambos mundos, muchas noches apenas dormía, se aprisionaba entre las estrechas
paredes del cuarto de baño y se permitía el lujo de gastar una vela para
iluminar las hojas que correspondían a la lección que estaban dando en ese
momento y aprenderla Salix le pilló un par de veces y por supuesto no la delató
a sus padres, pero se percató de que, aunque su hermana se creyera capaz de
todo y estaba dispuesta a luchar a viento y marea para conseguir la conversión,
ningún ser humano puede aguantar esa tortura durante tanto tiempo.
Esa es la razón por la que la
mayoría de Betas abandonan la escuela justo cuando cumplen los quince. Esa y
que, además, a esa edad, ``casualmente´´ es en l que ya está permitido por ley
que dejen el instituto. Así que Sálix hizo lo único que pudo para salvar el
sueño de Iris: se sacrificó, abandonó los estudios y sustituyó a su hermana en
muchas de las tareas para que ella no tuviera que renunciar a su deseo más
ansiado.
—Y, ¿tienes idea de qué es lo que se hace en sexto? —pregunta él, agachando la mirada hacia los lechosos y
pequeños pies de su melliza—. Es decir, ¿por qué nadie
consigue aprobarlo con sobresalientes?
—No lo sé —contesta ella.
Iris balancea el pie derecho
hacia adelante y hacia atrás para dejar de sentir por unos segundos el gélido y
llano cemento bajo él.
— La hermana de Bellis dice que por mucho que te esfuerces es
imposible, que en su clase había un chico que en los exámenes lo escribía todo
exactamente como en el libro e incluso añadiendo más información, y aun así
siempre le bajaban unas décimas con cualquier excusa, parecido a un concurso
amañado, sólo que nadie gana. Pero yo no me lo creo —o más bien, intenta no creérselo—, ¿Cómo sabe ella que estaba igual que en el libro si nunca
nos dejan mirar los exámenes de los compañeros? ¿Acaso se lo dijo él? ¿Y cómo
está tan segura de que no le mintió, o exageró?
Con cada pregunta que va
formulando su corazón se calma un poco, porque cada vez tiene más armas con las
que desmontar los argumentos de la hermana mayor de Bellis, cada vez tiene más
razones para creer que ella sí logrará esos sobresalientes y accederá a la beca
para ir a la universidad, lo que le convertirá en una Alfa.
—Eso se parece bastante a lo que dice Aedes —asegura Salix.
—Aedes es idiota.
—No digas eso, es tu padre.
—Y el tuyo —le recuerda Iris—. Y eso no lo hace menos idiota.
Iris arde de rabia, es como si
su corazón fuese un fósforo y el recuerdo o el nombramiento de ese hombre la
superficie rugosa que lo hace prender.
Él siempre dice lo mismo, que
pierde el tiempo yendo a la escuela, que jamás logrará convertirse en una Alfa,
que lo único que consigue con eso es cargarle con más trabajo del que le
corresponde. Pero la peor frase la pronunció hace casi dos años, cuando Salix
dejó el instituto y Aedes le insistió en que debería hacer lo mismo, cuando
ella finalmente confesó que lo que quería era ser un Alfa espetó:
—¿Un Alfa? ¿Pero qué tonterías son esas? ¡Si de verdad crees
que algún día podrás ser uno de ellos es que en realidad no tienes ni la mitad
del cerebro necesario para serlo! A tu edad, y pensando en esas tonterías...
¡Madura de una vez, niñata! Acto seguido le golpeó en un lateral de la cabeza
con la palma de la mano y se marchó.
Iris ha fantaseado varias veces
con volverse Alfa, dejar su mundo atrás y no tener que verle nunca más, pero
eso antes implicaba abandonar a su madre y a su hermano y ahora a Salix, y no
podía hacer eso.
—Quizás no lo sea —comenta Iris tras un prolongado
silencio.
—¿El qué? ¿Idiota?
—No. Eso siempre lo será. Quizás no sea nuestro verdadero
padre.
Salix resopla.
—Iris...
—¿Qué? ¡Puede ser!... Ya escuchaste lo que dijo mamá.
Su madre, en su lecho de
muerte, les había contado que Aedes no era en realidad su padre, e Iris se
había aferrado con cada pedacito de su alma a esa remota posibilidad.
—Tenía mucha fiebre, estaba delirando. —explica Salix.
—O puede que la fiebre le hiciera confesar secretos que jamás
revelaría estando sana —replica Iris.
—Sabes que yo también desearía no ser su hijo pero eso es
imposible. Me fastidia decirlo pero... —Salix suelta un resoplo y
aguarda unos segundos, como si estuviera reflexionando si debe expresar lo que
se le pasa por la mente— si Aedes no fuera nuestro
padre no estaríamos aquí... no estaríamos vivos.
En el fondo, Iris sabe que su
mellizo tiene razón. Aedes era el correspondiente de su madre, es decir, el
Beta con el que se le había asignado casarse y formar una familia.
En esa raza el amor no existe,
y, si lo hace, el gobierno se encarga de cortarlo de cuajo cuando cumplas los
dieciocho años, que es la edad a la que los hombres y mujeres están obligados a
contraer matrimonio con su correspondiente y abandonar su hogar para formar uno
con él o ella. Como si no fuera suficiente tener que vivir y soportar el resto
de tu vida a una persona al azar, (la cual, bien te puede agradar, bien puedes
detestar) además, te imponen que ambos engendréis un hijo.
Si la mujer no está embarazada
antes de los diecinueve, ambos deben presentarse en el médico para que
determine cuál es la causa. Si existe algún problema, el doctor se encarga de
someterlos a los tratamientos de fertilidad necesarios (los únicos que cubre el
estado) para que puedan crear una vida nueva. Si el problema es irreversible
debido a que el hombre o la mujer es estéril, esta persona es eliminada, y a su
fértil viudo o viuda se le asignará otro Beta.
Casarse con una persona que no
te corresponda es inconcebible, ya que para ello necesitas otorgar la
documentación que confirme que habéis sido asignados el uno al otro por el
gobierno. De otro modo, quién oficie la boda se negará en rotundo, y si aun así
está dispuesto a hacerlo, el enlace no tendrá ninguna validez legal.
Sin embargo, concebir hijos de
alguien que no sea tu correspondiente conlleva consecuencias más graves. Para
empezar, el delito será evaluado por un juez superior, que determinará las
medidas a tomar, aunque en la mayoría de los casos siempre son las mimas: los
descendientes ilegítimos serán asesinados y ambos progenitores, junto con las
parejas que se les hayan designado, sufrirán el castigo físico que el juez crea
conveniente, y más tarde se les cambiará el empleo que poseen por otro en el
que se vean obligados a realizar un trabajo repugnante o muy peligroso.
Al poco de nacer, el ADN de
padres e hijos es analizado para comprobar que realmente no se ha producido
adulterio. Si de verdad no fueran descendientes de Aedes se hubiera visto
reflejado en los análisis, y ellos hubieran sido asesinados.
—Además —continúa Salix— ¿Cómo puedes pensar que mamá sería capaz de algo así? —replica, con tono ofendido.
—¿Por qué todos lo veis tan mal? ¡Ni que fuera antinatural
querer estar con alguien que no sea tu correspondiente! —contraataca ella, furiosa.
—Antinatural no, pero es ilegal.
—Que sea ilegal no significa que sea malo.
—Si tenemos normas es por algo.
—O sea, que no te importa lo más mínimo que dentro de un año y
tres meses, cuando cumplas dieciocho, tengas que casarte con una completa
desconocida —afirma ella, sarcásticamente,
mientras alza los brazos en un gesto de frustración.
—¿Te crees que me da igual? ¿Pero qué quieres que haga? No
todos tenemos la opción de convertirnos en Alfa y librarnos del casamiento
obligatorio. Además, ¿por qué te preocupas tanto? Si estás tan segura de que
vas a ser uno de ellos podrás casarte con quién quieras y cuándo quieras.
Podrás incluso no casarte nunca.
—Me preocupo por ti —la voz de Iris suena suave y
conmocionada—. No es justo que ellos sean los
únicos que puedan tener amor.
—Iris, el amor no existe. Sólo es algo que ellos se inventan
para hacer su vida aún más fácil de lo que ya es.
Su melliza lo mira, aturdida
por sus palabras y sus pensamientos. Pero justo cuando se dispone a responder,
la tos ronca y alarmante de su hermano interrumpe la conversación.
-¡Salix!
Él se tapa rápidamente la boca
y le da la espalda a su hermana, doblando el lomo y agachando la cabeza. Cada
pocos segundos inhala como si fuera la última bocanada de aire que fuera a dar
en su vida.
—Deberías ir al médico. Podría ser algo grave —aconseja, su preocupación casi se puede palpar.
Y tanto que podría ser grave,
la última vez que alguien comenzó a toser en su familia lo dejaron estar, y
ambos saben cómo termino todo.
—No —contesta él, una vez ha
finalizado la tos—. Estoy bien, no es necesario —asegura, dándose golpecitos en el pecho y acomodándose la
garganta.
—Este año sólo mamá ha ido al médico. Seguro que los Luctor te
lo pagan y...
La expresión de Iris muda por
completo cuando baja la mirada al suelo y ve más allá de donde está su hermano.
—¿Qué... Qué es eso? —pregunta mientras avanza hasta situarse al otro lado de Salix,
donde se agacha para poder ver las pequeñas manchas oscuras que yacen sobre el
cemento.
—No es nada. Venga, vámonos. Será mejor que te duermas ya —advierte Salix, apoyando una mano sobre su hombro.
—Espera —dice levantando la mano de
forma que su palma mira hacia atrás—.
Esto es sangre —señala al observar que las gotitas, en ese lugar, donde la
única iluminación proviene de las casas y las calles de los Alfa, tiene un
color granate.
Iris abre súbitamente los ojos
cuando se da cuento de lo que eso significa y, conmocionada y estupefacta,
rogando en su mente que no sea lo que parece, se levanta despacio y mira
atónita a su mellizo
—Iris yo... —titubea él.
—Esto es sangre —insiste, con un hilo de voz que
la hace sonar más dulce aún.
Sus ojos lo observan con
compasión y suplica, los labios le tiemblan y no está segura de poder articular
palabra.
—Has... Has tosido sangre. —indica.
Su mano cubre su boca y de sus
negros ojos no tardan en brotar las primeras lágrimas.
—No puede ser. No puede ser —se repite a
sí misma mientras sacude la cabeza una y otra vez.
Y es que realmente, que vuelva
a suceder es inimaginable para ella. Es imposible que la desgracia sacuda de
nuevo a la familia ¿La misma desgracia, a la misma familia? ¿Qué clase de broma
macabra del destino es esa?
Seguro que no está pasando,
seguro que se ha quedado durmiendo en su cama y ha soñado que iba tras su
hermano y charlaba con él, un sueño como otro cualquiera, hasta que, en algún
punto, se torció y se convirtió en una pesadilla
—Se suponía que esto no iba a volver a pasar. Se suponía que
no era contagioso. Salix —continúa, mirándole a los ojos
a través de una espesa y cristalina capa de lágrimas— ,creo que tienes... creo que tienes...
—¿Ludia? Lo sé —confirma tranquilo.
Su corazón se agrieta por mil
sitios distintos a la vez y su cerebro se ve envuelto en una nube de confusión
y miedo que no quiere condensar para no encontrar la verdad que se oculta tras
ella.
—¿Lo sabías? ¿¡Lo sabías y no me dijiste nada!? ¿¡Cómo has
podido callarte algo así!? ¿Tienes una enfermedad mortal y decides no
contármelo? —grita ella exaltada, apretando
los puños con fuerza.
Se puede sentir la rabia más
allá de la oscuridad de sus ojos quebrados.
—Vas a moriste, Salix. ¡Vas a morirte! —exclama una y otra vez al tiempo que la da golpecitos en el
pecho en un inútil intento de descargar su ira.
Las palabras apenas se pueden
adivinar en el temblor de su aguda voz.